Poder e conflito na dinâmica sociopolítica: uma análise de sua interdependência e modalidades de exercício
Faustino Mesa Martínez*[2]
Universidad de Carabobo, Venezuela*
Fecha de Recepción: 13-05-2025 Fecha de Aceptación: 4-11-2025
Autor de correspondencia: Faustino Mesa, [email protected]
Cómo citar:
Mesa M., F. (2025). Poder y conflicto en la dinámica sociopolítica: un análisis de su interdependencia y modalidades de ejercicio. Revista Científica Cuadernos de Investigación, 3, e55, 1-15. https://doi.org/10.59758/rcci.2025.3.e55
Resumen
Este ensayo analiza la relación entre poder y conflicto en la dinámica sociopolítica, examinando cómo las tensiones entre actores políticos - reflejo de la pluralidad de intereses - se configuran e influyen por diversos factores. Estas dinámicas no deben considerarse solo como amenazas al orden, sino también como oportunidades para fortalecer las estructuras de poder. Con ello se busca explicar cómo el poder político, en sus modalidades - coacción, persuasión, legitimidad o autoridad - encuentra en la institucionalización un mecanismo clave para su ejercicio y control, ya que las instituciones establecen reglas y procedimientos que regulan la competencia y distribución del poder, contribuyendo a la estabilidad y gobernabilidad democrática. En tal sentido, las relaciones sociales desempeñan un papel fundamental, pues a través de la interacción, comunicación y articulación de intereses colectivos, se demanda transparencia y se ejerce influencia sobre quienes detentan el poder. De allí que sea fundamental que el poder, impulsado por la confrontación de ideas y la competencia política, y regulado por marcos institucionales sólidos, pueda generar reformas o transformaciones profundas, fortaleciendo el sistema político en lugar de debilitarlo.
Palabras clave: poder político; conflicto social; gobernabilidad democrática; institucionalización; relaciones sociales.
Abstract
This essay analyzes the relationship between power and conflict in socio-political dynamics, examining how tensions among political actors—reflecting the plurality of interests—are shaped and influenced by various factors. These dynamics should not be viewed solely as threats to order but also as opportunities to strengthen power structures. The essay seeks to explain how political power, in its forms—coercion, persuasion, legitimacy, or authority—finds in institutionalization a key mechanism for its exercise and control, as institutions establish rules and procedures that regulate competition and the distribution of power, contributing to stability and democratic governance. In this respect, social relations play a fundamental role, as through interaction, communication, and the articulation of collective interests, transparency is demanded and influence is exercised over those who hold power. Therefore, it is essential that power, driven by the confrontation of ideas and political competition, and regulated by solid institutional frameworks, can generate reforms or profound transformations, strengthening the political system rather than weakening it.
Keywords: political power; social conflict; democratic governance; institutionalization; social relations.
Resumo
Este ensaio analisa a relação entre poder e conflito na dinâmica sociopolítica, examinando como as tensões entre atores políticos — reflexo da pluralidade de interesses — se configuram e são influenciadas por diversos fatores. Essas dinâmicas não devem ser vistas apenas como ameaças à ordem, mas também como oportunidades para fortalecer as estruturas de poder. Busca-se explicar como o poder político, em suas modalidades — coerção, persuasão, legitimidade ou autoridade — encontra na institucionalização um mecanismo-chave para seu exercício e controle, pois as instituições estabelecem regras e procedimentos que regulam a competição e a distribuição do poder, contribuindo para a estabilidade e governança democrática. Nesse sentido, as relações sociais desempenham um papel fundamental, pois, por meio da interação, comunicação e articulação de interesses coletivos, exige-se transparência e exerce-se influência sobre aqueles que detêm o poder. Assim, é fundamental que o poder, impulsionado pela confrontação de ideias e competição política, e regulado por marcos institucionais sólidos, possa gerar reformas ou transformações profundas, fortalecendo o sistema político em vez de enfraquecê-lo.
Palavras Chave: poder político; conflito social; governança democrática; institucionalização; relações sociais.
Introducción
El conflicto social ha sido una constante en la historia de la humanidad, manifestándose en formas tan diversas como la delincuencia, las protestas o las huelgas. Estas expresiones tienen su origen en la distribución desigual de recursos materiales y simbólicos, como el dinero, el poder o el prestigio (Esquivel et al., 2009). En consecuencia, el conflicto no debe entenderse como una anomalía, sino como un fenómeno inherente a la vida social, acompañando a la humanidad desde sus orígenes y constituyendo un motor fundamental de cambio y transformación social. Esta perspectiva, sustentada en las contribuciones de autores como Deutsch (1973), Morín (1994), Papalia y Martorell (2017), Mills (2007)[3], entre otros, desafía las visiones que idealizan la armonía y subestiman el papel estructurante del conflicto en la dinámica sociopolítica.
En este contexto, la literatura científica reciente ha renovado el interés por el análisis del poder y el conflicto como dimensiones interdependientes en la vida colectiva. Diversos estudios han destacado que el conflicto revela desigualdades, estimula la innovación y redefine las relaciones de poder, obligando a negociaciones que pueden modificar estructuras jerárquicas establecidas (De Souza, 1995; Lukes, 2005). Al respecto, Galtung (1965) define el conflicto como un sistema de acción en el que dos o más objetivos incompatibles entran en tensión.
Por su parte, Foucault (1979) conceptualiza el poder no como un atributo fijo, sino como una red de relaciones estratégicas en constante negociación. Adicionalmente, Foucault (1984) plantea que el poder no es una posesión fija de individuos o instituciones, sino un conjunto dinámico de relaciones libres o voluntarias que se ejercen y se despliegan en todas las interacciones sociales. Así lo expresa:
Cuando se define el ejercicio del poder como un modo de acción sobre las acciones de los otros, cuando se le caracteriza como el "gobierno" de unos hombres sobre otros -en el sentido más amplio de esta palabra- se debe incluir siempre un elemento importante: la libertad. El poder sólo se ejerce sobre "sujetos libres" y mientras son "libres". Con ello entendemos sujetos individuales o colectivos que tienen ante sí un campo de posibilidad en el cual se pueden dar diversas conductas, diversas reacciones y diversos modos de comportamiento (p. 4).
En esta perspectiva, el poder se entiende como un fenómeno dinámico que se manifiesta y disputa en contextos variables, donde la legitimidad y la institucionalización son elementos clave para mediar la competencia y la distribución de recursos. Esta concepción supera la idea clásica del poder centrada únicamente en la dominación o la represión, revelándolo como una red de relaciones estratégicas y productivas que se extienden en la vida cotidiana y atraviesan todas las estructuras sociales (Ávila, 2006; Cárdenas y Andrade, 2020).
La relevancia de analizar la relación entre poder y conflicto se acentúa en la sociedad actual, marcada por una creciente pluralidad de intereses y la irrupción de nuevos actores sociales que desafían las estructuras tradicionales. Comprender estas dinámicas resulta fundamental no solo para identificar las fuentes de inestabilidad, sino también para reconocer las oportunidades que surgen para fortalecer la gobernabilidad democrática y promover reformas profundas. En este marco, la gestión del conflicto a través de instituciones sólidas y transparentes permite canalizar tensiones sociales y promover negociaciones pacíficas que fortalecen la legitimidad y estabilidad política, convirtiendo el conflicto en una oportunidad para el cambio y la consolidación del orden social.
Por consiguiente, el objetivo de este trabajo es analizar la interdependencia entre poder y conflicto en la dinámica sociopolítica, explorando sus modalidades de ejercicio y los mecanismos institucionales que regulan su manifestación. Se parte de la premisa de que el conflicto, lejos de ser meramente disruptivo, desempeña una función positiva en la configuración de las estructuras sociales, mientras que el poder, entendido como una red de relaciones estratégicas, encuentra en la institucionalización un mecanismo clave para su ejercicio y control. En este sentido, el análisis se orienta a identificar cómo las distintas formas de interacción entre actores sociales y políticos inciden en la consolidación o transformación de los órdenes existentes, así como en la capacidad de las instituciones para gestionar la pluralidad de intereses y canalizar el disenso de manera constructiva. De este modo, se pretende ofrecer una visión comprensiva y actualizada sobre los factores que potencian u obstaculizan la gobernabilidad democrática, aportando claves interpretativas que permitan identificar los retos a los que se enfrentan las sociedades actuales.
Desarrollo
Las relaciones sociales se tejen en un entramado complejo donde la distribución de recursos e influencias no es uniforme, generando tensiones y contradicciones inherentes a las estructuras organizativas y sociales. Esta realidad nos invita a reconocer la presencia fragmentada y múltiple del poder en diversos espacios, una visión que revoluciona la idea tradicional de un poder centralizado y absoluto (Foucault, 2017). Siendo así , la naturaleza dispersa del poder implica que las luchas por dominar y controlar se manifiesten en una red de relaciones que se extienden por toda la sociedad, no concentradas únicamente en las instituciones estatales, sino en diversas formas y niveles, configurando el conflicto como un campo de fuerzas en constante negociación y reequilibrio. En este sentido, el poder emerge como una variable clave para entender la dinámica del conflicto, sus causas y procesos .
El poder como variable fundamental en la dinámica del conflicto
El análisis de cualquier conflicto demanda una evaluación detallada de las bases y el alcance de la influencia de cada actor. Estas bases pueden comprender dimensiones económicas, educativas o sociales, el acceso a recursos materiales o fuentes de información, e incluso la capacidad de control o manipulación de las aspiraciones del otro (Adler, 1982). En este sentido, el poder no debe concebirse como una entidad estática, sino como una red dinámica de fuerzas fluctuantes, condicionada por la contingencia de los conflictos, cuyo objetivo primordial puede ser la adquisición o el incremento del poder existente para su aplicación en el conflicto actual o en escenarios futuros.
El 'poder' no solo se erige como una de las categorías centrales de la política, junto con el 'interés', la 'dominación', la 'política', el 'partido' y la 'élite', sino que persiste como la categoría fundamental de la sociología política contemporánea. En los últimos años, un renovado interés en la concretización de estos conceptos clave ha surgido, posiblemente impulsado por el resurgimiento de fenómenos que revelan estructuras sociales masivas, como mentalidades e ideologías.
Bajo ese hilo de ideas es menester indicar que el vocablo ‘poder’ en términos generales se concibe no como una propiedad que posee una clase, un sector o un individuo, sino como un sistema de relaciones institucionales e interpersonales (Foucault, 1979). Es decir, un tejido de reglas y de juegos estratégicos que, al emerger del interior de las instituciones, organización sociopolítica o grupos de toma de decisiones, derivan un orden que va progresivamente revelando su marco imperativo.
Asimismo, Ávila (2006) después de abordar la evolución del pensamiento fenomenológico del poder en Michel Foucault, concluye que:
Para Foucault, el poder no es algo que posee la clase dominante; postula que no es una propiedad sino que es una estrategia. Es decir, el poder no se posee, se ejerce. En tal sentido, sus efectos no son atribuibles a una apropiación sino a ciertos dispositivos que le permiten funcionar plenamente (p. 12).
Para De Souza (1995), el poder en las formaciones políticas capitalistas se articula a partir de cuatro modos básicos de producción del poder que están interrelacionados y actúan con autonomía relativa: el espacio estructural, el espacio doméstico, el espacio de la producción y el espacio de la ciudadanía, a los que se añade el espacio mundial como contexto global que influye en estas relaciones. Así, en palabras del autor, “esta concepción permite mostrar que la naturaleza política del poder no es un atributo exclusivo de una determinada forma de poder” (De Souza, 1995; p. 148).
Según Cárdenas y Andrade (2020), en el ámbito social, la palabra el 'poder' -ya sea ejercido por un individuo o una institución- se entiende como “la capacidad… que incumbe no solo a lo que se hace en la actualidad, sino también a las posibilidades creadoras y a la vez destructivas que su ejercicio conlleva” (p. 652). En tal sentido, el poder implica la capacidad de lograr algo, ya sea por derecho, control o influencia, y consiste en movilizar fuerzas económicas, sociales o políticas para alcanzar un resultado determinado. Además, los autores señalan que este poder puede ejercerse de manera consciente o inconsciente y, en muchos casos, de forma deliberada.
Para otros, como Lukes (2005), el poder evoca la idea de fuerza, y “la capacidad de conseguir una serie determinada de resultados. Entre ellos, los comprendidos por el concepto de dominación y de nociones estrechamente relacionadas con él, tales como subordinación, subyugación, conformismo, aquiescencia y docilidad” (p. 83).
De ese modo, la naturaleza multidimensional del concepto de poder se evidencia al considerar quién o qué puede ejercerlo y cómo se establece. Su origen puede residir en la superioridad psicológica o física, el prestigio social, el conocimiento, la habilidad, las posesiones o el control de bienes y servicios. Ya sea en su manifestación personal u organizacional, o como poder normativo, su expresión adopta formas diversas según el contexto, desde la interacción en pequeños grupos hasta la dinámica de grandes organizaciones o las relaciones sociales estructurales, como el 'poder de clase'.
Con referencia a lo anterior, ya en el siglo XVII, Thomas Hobbes, en su obra Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil (2017)[4], reconoció que todo esfuerzo por alcanzar el poder no consiste únicamente en adquirirlo, sino en asegurar las condiciones para su expansión y estabilidad futura. Para Hobbes, el poder es una dinámica social inherente a la naturaleza humana, expresada en la constante ' lucha por el poder '; sin embargo, este poder resulta sumamente precario, ya que depende de ser reconocido y respetado por los demás. De este modo, el poder no debe entenderse como una propiedad fija, sino como un tipo de capital cuyas oportunidades de uso e inversión están siempre en disputa. Apoyarse exclusivamente en posiciones de poder ya adquiridas, sin buscar su legitimidad y reconocimiento continuo, puede conducir a la pérdida de ese poder, e incluso equivaler a un suicidio social y político.
Por consiguiente, a juzgar por los autores citados, el poder no se limita a ser una propiedad inherente a una clase, un sector o un individuo, sino que se configura como un sistema de relaciones institucionales e interpersonales. Constituye un entramado de reglas y estrategias que, emanando del interior de instituciones, organizaciones sociopolíticas o grupos decisorios, genera un orden imperativo que se mantiene en una disputa constante con otros sectores que buscan imponer su hegemonía. De este modo, cada una de las partes intenta hacer prevalecer los derechos que considera tener, ya sean reales o solamente percibidos, y en base a los cuales ha establecido su posición (Esquivel et al., 2009).
Modalidades de ejercicio del poder: gestión versus represión
En el ámbito político, el poder se manifiesta de diversas formas, como la toma de decisiones, la elaboración de normas, la administración de recursos públicos y la influencia sobre la opinión y el comportamiento social. En muchos Estados democráticos, la legitimidad del poder se sustenta en mecanismos institucionalizados, entre los cuales destaca la realización periódica de elecciones libres y transparentes. Además, el ejercicio del poder se encuentra enmarcado por principios constitucionales que garantizan el respeto a los derechos humanos, estableciendo límites y regulaciones que orientan la participación ciudadana y aseguran un marco de gobernabilidad (Brewer-Carías, 2023). De este modo, el poder se ejerce dentro de un sistema de instituciones y normas que promueven la estabilidad política y el orden social.
No obstante, el poder, especialmente cuando se concentra en una figura con acceso ilimitado a recursos significativos, puede desviarse de su función constructiva. Si el poder se internaliza en la identidad de quien lo ejerce y se percibe a sí mismo como indispensable, existe una alta probabilidad de que implemente mecanismos de represión contra aquellos que cuestionen su legitimidad y, por ende, su permanencia en el cargo (Cadavid, 2019). En consecuencia, apunta Binder (1999), factores como:
(…) la falta de educación cívica, las tendencias autoritarias o populistas que nacen de la propia cultura, la comodidad de la sumisión, el sentido mesiánico que produce líderes carismáticos, egoísmo, la desarticulación social, el analfabetismo y otros males de la gente son los que causan este descreimiento ante la ley (p. 604).
Según Foucault (2007), la modernidad engendró dos modalidades de poderes fundamentales e interconectados: el poder disciplinario, enfocado en la internalización de normas individuales, y la sociedad estatal, dedicada a la organización y regulación del colectivo. Por otro lado, en su obra Vigilar y castigar, Foucault (2017) describe, además del orden disciplinario, los mecanismos que lo fortalecen, tales como el ordenamiento espacial, las sanciones normalizadoras y el examen. Este poder disciplinario surge como un reemplazo del poder pastoral de origen religioso, caracterizado por su estructura vertical, individualización y vocación salvacionista, donde el pastor conoce y vela por cada miembro de su congregación.
En contraste, la sociedad estatal moderna sustituye al modelo soberano tradicional, aunque sin lograr replicar por completo la dimensión individualizadora y protectora del poder pastoral. Para subsanar esta carencia, el poder disciplinario se introduce en la esfera política, proveyendo al Estado de herramientas de vigilancia y control destinadas a gestionar a la población de manera más personalizada y eficiente, un fenómeno particularmente evidente en el desarrollo del Estado de bienestar (Rose, 1990).
En la actualidad, las formas estatales evidencian una transición entre modalidades de ejercicio del poder: del Estado de bienestar, orientado a la provisión y tutela de necesidades básicas, hacia un Estado regulador, más enfocado en la gestión y supervisión de la vida social y económica. Foucault (2017) plantea que gobernar implica introducir una lógica de gestión económica y social similar a la administración familiar, extendiendo la vigilancia y el control sobre los individuos y la riqueza colectiva. Así, el poder estatal se despliega tanto en la satisfacción de necesidades como en la regulación de comportamientos, articulando intereses individuales y generales a través de políticas públicas que buscan no solo responder a demandas cuantitativas, sino también garantizar la calidad y sostenibilidad del bienestar social.
Podría señalarse, ciertamente, que el instrumento estratégico fundamental en los conflictos políticos no reside en la aplicación directa de la violencia, sino en el temor que disuade la oposición. Esta relación de poder político se manifiesta a través de un despliegue multifacético de acciones propagandísticas, simbólicas y coercitivas limitadas que no pueden reducirse a una concepción puramente naturalista de la política.
En este contexto, el ejercicio del poder exhibe una dicotomía inherente: puede canalizarse hacia la gestión y el fomento del bienestar colectivo, o bien, manifestarse a través de mecanismos represivos destinados a regular y restringir la pluralidad social (Inza, 2014). Así, cuando el poder se ejerce de manera legítima y transparente, satisfaciendo las aspiraciones sociales y promoviendo la participación, contribuye a la estabilidad y cohesión social. En cambio, cuando el poder se desvía de la legalidad y la justicia, se personaliza o se concentra en una élite, corre el peligro de erosionar su función comunitaria, derivar en autoritarismo o represión, y consecuentemente, generar resistencia o conflictos dentro de la misma sociedad (Linz, 2005).
A tenor de lo expuesto, conviene puntualizar que la mera imposición autoritaria se revela como una estrategia fallida en las dinámicas interpersonales de influencia y cambio. La verdadera ascendencia emana de la capacidad de inspirar respeto y salvaguardar la dignidad ajena, cimentada en una sólida autoestima personal que trasciende la jerarquía formal. En consecuencia, el liderazgo genuino se potencia, no por la coerción, sino por la edificación de lazos de confianza, el reconocimiento mutuo y respeto recíproco, pilares que sostienen interacciones más resilientes y beneficiosas en cualquier escenario donde el poder y el conflicto colisionan.
Etiología de los conflictos de poder: desigualdad y lucha hegemónica
Los conflictos de poder típicamente emergen de la distribución asimétrica de recursos, influencia o autoridad (Llave, 2024). La disparidad de poder entre las partes crea un contexto propicio para la generación de tensiones y confrontaciones. De manera similar, la incompatibilidad de intereses, objetivos o valores actúa como un factor que impulsa la contienda por la prevalencia de la propia postura.
Siguiendo esa línea de razonamientos, se plantean interrogantes fundamentales sobre los procesos de adquisición y consolidación del poder: ¿Cómo minorías logran ejercer poder sobre mayorías? ¿Qué condiciones facilitan estos procesos de formación de poder? ¿Cómo ventajas iniciales, a menudo insignificantes, se transforman en un poder desproporcionado, llegando incluso a la monopolización? ¿Cómo una vasta población puede llegar a depender de una pequeña élite, institucionalizándose este desequilibrio en estructuras de dominación que, con el tiempo, adquieren una apariencia de justificación y legitimidad?
Si bien la respuesta a estas preguntas a nivel macrosocial presenta una complejidad considerable, el análisis de dinámicas grupales a menor escala puede ofrecer perspectivas valiosas sobre la génesis del poder en el ámbito microsociológico. La reconstrucción de acciones y situaciones grupales cotidianas, accesibles a la comprensión general, podría arrojar luz sobre algunos aspectos de este fenómeno.
La dominación, en este contexto, va más allá de la simple aplicación de violencia o una mera relación de poder, aunque ambas subyacen a las formas de gobierno. Lo distintivo de un sistema de gobierno reside en la conversión del vínculo entre gobernantes y gobernados en relaciones jurídicas permanentes y reguladas. Estas se basan en un cuerpo de normas sancionadas, cuya aplicación coercitiva se reserva para casos extremos. Incluso en la lucha por el poder, existen reglas procesales codificadas para resolver disputas. Este marco normativo delimita cómo individuos y grupos pueden hacer valer sus intereses, ya sea en colaboración o en conflicto. Resulta secundario si el gobernante ejerce efectivamente su voluntad o tiene la capacidad de imponerse; la mera posibilidad de que esto ocurra es suficiente para definir un proceso de poder (Leggewie, 2004; Aragón y Sánchez, 2023).
Planteadas las cosas así, se hace evidente que el poder no solo se ejerce al tomar decisiones, sino también al decidir qué temas no se discuten, manteniendo así ciertos conflictos o asuntos delicados fuera del ámbito político. Esta omisión deliberada permite a quienes tienen mayor influencia orientar los procedimientos y regulaciones para proteger sus propios intereses y evitar situaciones desfavorables. Por lo tanto, el control del debate y la manipulación de la agenda política, a menudo a través de estrategias como la propaganda o el bloqueo, se convierten en formas sutiles pero efectivas de ejercer poder.
Para los partidos políticos, el Estado continúa siendo un espacio de disputa por la hegemonía. La política se concibe como un proceso continuo de compromiso y consenso que garantiza la capacidad de gobernar, entendida como la habilidad para “encarar los conflictos de intereses que surgen en el seno de las relaciones humanas” (Estrada y Cerón, 2019; p. 504). El pluralismo de las sociedades libres se fundamenta en el reconocimiento y la aceptación del conflicto social. La libertad, en este sentido, implica la aceptación de la diversidad y la conflictividad inherente a las interacciones sociales. Russell (2015)[5] señaló pertinentemente la importancia de no aspirar a la eliminación de la competencia, sino a asegurar que no adopte formas destructivas. En el contexto actual, se enfatiza la necesidad de que los partidos se enfoquen más en la resolución de problemas sociales que en la mera contienda electoral por el poder, recordando la advertencia de Weber (1993)[6] sobre el inevitable 'pacto con los demonios' que implica la actividad política.
En la arquitectura de la modernidad estatal, la singular prerrogativa sobre los medios de coerción consagra a los Estados como el arquetipo fundamental de los sistemas de gobernanza política. Por consiguiente, el poder punitivo del Estado, representado por los cuerpos de seguridad y la administración de justicia, debe considerarse como un último recurso. Este poder debe activarse únicamente después de haber agotado todos los mecanismos de control basados en el mutuo entendimiento. Incluso entonces, su empleo se legitima únicamente por la imperiosa necesidad de restablecer el orden jurídico constitucional y la vigencia de la ley (Crisafulli, 2016).
De hecho, en la sociología política, el Estado moderno, en su desarrollo desde el Renacimiento, sirve como modelo de gobierno político. Incluso en su forma constitucional, no implica la abdicación de la violencia, sino su regulación y limitación mediante formas jurídicas y constituciones específicas.
Poder y desigualdad social
Hay muchas maneras de abordar el fenómeno del poder político. Una de ellas se basa en la experiencia histórica de que todas las sociedades y órdenes culturales anteriores se han caracterizado por el rasgo central de la desigualdad. Al menos en todas las sociedades diferenciadas, la distribución desigual del poder, la riqueza y el conocimiento se consideran una característica inconfundible (Parsons, 1956).
En las sociedades capitalistas contemporáneas y en las 'socialistas realmente existentes' , los bienes materiales e inmateriales que satisfacen determinadas necesidades están distribuidos de manera desigual. Ahora bien, este fenómeno no es exclusivo de estas sociedades, ya que en las sociedades agrarias preindustriales predominaba una economía de la pobreza (Brenner, 1988). La causa de la desigualdad social puede explicarse haciendo referencia a la resolución 70/1 de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU, 2015), que señala que en un estado desarrollado de las fuerzas productivas era casi una 'necesidad natural' que el poder también se distribuyera de forma desigual.
Esto es diferente en las regiones industriales desarrolladas donde la dinámica social presenta una particularidad: antes de que la productividad laboral y el producto social alcancen niveles suficientemente altos como para que la reducción significativa de la desigualdad social se perciba como una meta realista, persiste un marcado desequilibrio en la distribución del poder. Así, el avance económico no solo impacta en el bienestar material, sino que también redefine el horizonte de expectativas colectivas y la percepción de lo que es posible en términos de equidad y redistribución del poder.
Pero, como se infiere de lo señalado anteriormente, la desigualdad social configura al poder como una dimensión que se deriva de la capacidad desigual para influir y controlar el pensamiento y comportamiento de otros (Pereyra y Breppe, 2017). En este sentido, quien logra determinar las acciones ajenas es considerado poderoso, mientras que quien no, resulta impotente. Asimismo, la distribución desigual de la riqueza representa el control desigual sobre los frutos del trabajo, y la dispersión asimétrica del conocimiento se traduce en accesos desiguales a la información (Dahl, 1989).
Institucionalización de las relaciones de poder
En la visión de Weber (1999), el poder se entiende como la capacidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, incluso frente a la resistencia de otros. Esta afirmación implica que el poder no solo consiste en la influencia directa, sino también en la posibilidad de definir las expectativas y objetivos de los demás, aún cuando estos se resistan o deban someterse, incluso en su conciencia. Así, la dominación se presenta como un estado en que las personas subordinadas adaptan sus comportamientos y expectativas al poder establecido, haciendo que las relaciones de poder entre los grupos dominantes y subordinados se perciban como algo natural o dado por sentado.
Conviene subrayar que toda regla implica también una limitación al poder. Dado que el poder tiende a expandirse constantemente, quienes lo detentan deben esforzarse por estabilizarlo para mantener su control (Weber, 1999). Esta estabilidad sólo se logra cuando las expectativas de rol de quienes están sujetos a una relación de poder se consolidan en un comportamiento predecible y aceptado (Elias, 2010). En consecuencia, la sumisión se vuelve una práctica común, y la jerarquía establecida entre quienes ejercen el poder y quienes lo reciben se acepta socialmente como legítima y justa, consolidando así un sistema de dominación que parece inflexible y naturalizado (Sidanius & Pratto, 1999).
El proceso mediante el cual las relaciones de poder se consolidan en estructuras de poder, conocido como institucionalización, tiene profundas implicaciones en la gestión y la manifestación del conflicto (Giraldo, 2011). Al formalizarse, el poder se refuerza, pero también se establecen reglas que, en teoría, deberían limitar su ejercicio arbitrario, influyendo en cómo se desarrollan y se resuelven las tensiones (Searle, 1995). Inicialmente asimétricas, las relaciones de poder, marcadas por la distinción entre quien manda y quien obedece, son un caldo de cultivo para la aparición de tensiones y disensos (Álvarez, 2010).
Sin embargo, la institucionalización y la evolución hacia una relación de dominación introducen una dinámica de reciprocidad que puede alterar su naturaleza. La obediencia, al basarse también en la percepción de una obligación mutua, puede tanto mitigar la confrontación directa como desplazarla hacia la interpretación y la aplicación de las normas institucionalizadas (López, 2015).
Cada sociedad construye su propio sistema de validación del conocimiento, una 'política general' sobre lo que se considera cierto, que abarca los tipos de discurso que acepta y legitima como tales, los mecanismos de sanción para estos, las técnicas y procedimientos estimados para alcanzar la certeza, y la posición de quienes tienen la autoridad para definir lo que cuenta como verdadero (López, 1999). En este marco, los medios de poder, entendidos como instrumentos de sanción, se convierten en herramientas para la gestión de las tensiones sociales, aunque su aplicación desigual puede originar nuevas formas de conflicto. Así, la institucionalización del poder, al entrelazar normas, jerarquías y organización, sienta las bases sobre las cuales las tensiones se manifiestan y se intenta regular su potencialidad, sin que esto implique necesariamente su eliminación.
Las razones que han llevado a esta formalización de la política en una mera actividad basada en el poder son múltiples y se encuentran intrínsecamente vinculadas a la disolución de antiguas estructuras políticas, como la polis en la antigua Grecia y el orden monárquico-estatal medieval. El colapso de estos órdenes allanó el camino para el surgimiento de los Estados absolutos modernos, instituciones sustitutivas donde el monopolio del poder se concentró en los detentadores del poder estatal a través de una acumulación de los medios para ejercerlo (Anderson, 1998). Desde la perspectiva de los Estados rivales y en constante conflicto, prácticamente cualquier objetivo podía convertirse en el contenido de la acción política, abarcando desde la transformación y la preservación de las estructuras sociales hasta la imposición de ambiciones imperialistas mediante la fuerza militar y colonial.
Cabe destacar que la acción política nunca se desarrolla en un vacío, sino dentro de un marco específico de condiciones históricas y sociales, lo que impide su comprensión de forma aislada. Por el contrario, el concepto mismo de acción política inherentemente incluye el de relaciones sociales. En este sentido, la acción política se dirige intrínsecamente al público y, por ende, impacta directamente en los intereses de otros. Lo que acontece entre las personas, sus diversos 'intereses', constituye el núcleo de la acción tanto política como social.
En su conjunto, los procesos políticos se convierten en espacios de interacción permanente, marcados por la negociación, la adaptación y el conflicto, en los que el poder se manifiesta como una fuerza dinámica y relacional, siempre expuesta a ser ejercida, desafiada y redefinida a través de la resistencia y la renegociación constante.
Resolución del conflicto desde la óptica del poder político
Al abordar la resolución de conflictos en la esfera política, un primer paso crucial radica en la consecución de un consenso que permita una solución pacífica y duradera, capaz de satisfacer a las partes involucradas desde sus respectivas posiciones de poder. Este esfuerzo inicial se orienta a la desescalada de tensiones que amenazan la convivencia y la paz social (Mouly, 2022). Sin embargo, es fundamental reconocer que la dimensión política se fundamenta en relaciones antagónicas, cuyo contenido se moldea dinámicamente en el desarrollo de las luchas políticas.
El surgimiento de conceptos como el derecho, la justicia o una sociedad bien ordenada —incluido el propio consenso— es un proceso discursivo caracterizado por la contingencia y la incertidumbre. El consenso aparece como un acuerdo condicionado histórica y situacionalmente, resultado de negociaciones políticas específicas que apuntan a la hegemonía y dependen siempre de constelaciones de poder y discurso (Deutsch et al., 2006). Al pretender tener en cuenta todos los intereses, el consenso puede al mismo tiempo marginar otras formas de toma de decisiones y de expresión democrática, convirtiéndose así en un precepto político excluyente cuya validez sigue siendo siempre provisional y sujeta a revisión (Galtung, 1965).
Ahora bien, dado que el poder se caracteriza por la capacidad de tomar decisiones –una preocupación central de los grupos sociales moderados en particular– es esencial que el Estado y la sociedad civil actúen juntos para defender y proteger los acuerdos comunes. Sólo a través de esta estrecha colaboración se pueden alcanzar objetivos que contribuyan significativamente a la resolución de los conflictos sociales. A este respecto, señala González (1983):
La existencia de los conflictos y la forma de presentar los conflictos existentes está en relación directa con el poder. Un poder distribuido entre varios sectores, y limitado en alguna medida por la voluntad popular, facilita la existencia de múltiples conflictos en la sociedad, que se oponen y se equilibran, asegurando, tal vez, un cambio evolutivo. Pero un poder absoluto concentrado hace imposible la mayoría de los conflictos (p. 275).
Entonces, lo verdaderamente relevante y problemático en la gestión de los conflictos sociopolíticos, es determinar si existe una base sólida que permita transformar las desavenencias o el clima de confrontación en un proceso de negociación genuino, capaz de generar resultados positivos para todos los participantes y actores afectados. Alcanzar este objetivo a mediano o largo plazo implica convertir el antagonismo en diálogo y cooperación, lo cual exige desde los espacios de poder político una comprensión profunda de las dinámicas antagónicas subyacentes, el reconocimiento de la naturaleza contingente y revisable del consenso, y la necesidad de una acción coordinada que apueste por soluciones pacíficas y duraderas. Solo así es posible avanzar hacia un orden social más legítimo y estable, donde el conflicto deje de ser una amenaza y se convierta en una oportunidad para la construcción colectiva.
En la dinámica sociopolítica, el poder político y el conflicto se manifiestan como fuerzas inseparables que estructuran y transforman la vida colectiva. El poder político no se limita a las instituciones estatales ni a la soberanía formal, sino que se manifiesta como una red dinámica de relaciones en constante disputa, donde actores individuales y colectivos buscan afirmar, negociar o desafiar posiciones e intereses. Este poder es multifacético, capaz de transformar estructuras sociales, económicas y culturales, y su ejercicio define la gobernanza y la conducción de las sociedades.
Por ello, resulta pertinente establecer que el conflicto, lejos de ser una anomalía, es inherente a la diversidad de objetivos, valores y recursos presentes en toda sociedad. Constituye la arena en la que el poder político se ejerce, se contesta y se redefine, permitiendo tanto procesos de dominación como de resistencia y transformación social. La política, en este contexto, puede entenderse como el espacio de relación y negociación del poder en la esfera pública, buscando establecer marcos regulatorios para la contienda y la toma de decisiones colectivas. De esta forma, la interacción entre poder y conflicto no solo da lugar a procesos de competencia y negociación, sino que también posibilita la emergencia de nuevos órdenes políticos y sociales.
En este punto, la gestión del conflicto político requiere la administración consciente de las asimetrías de poder y la creación de mecanismos que permitan canalizar las tensiones de manera constructiva. No se trata de eliminar las diferencias que subyacen a la distribución del poder, sino de establecer reglas de juego legítimas y transparentes que permitan la expresión y la articulación de los intereses en pugna. En los sistemas democráticos, la institucionalización del conflicto a través de procesos electorales, la deliberación pública y el respeto a los derechos fundamentales busca limitar el ejercicio arbitrario del poder y fomentar una competencia política pacífica. La legitimidad del poder político, en última instancia, se fundamenta en su capacidad para resolver los conflictos de manera justa, promoviendo la inclusión y la rendición de cuentas.
Asimismo, el poder político constituye un eje estructurante fundamental que informa las decisiones colectivas y moldea la trayectoria de las sociedades. La comprensión analítica de sus diversas modalidades de ejercicio y su intrínseca vinculación con la naturaleza del conflicto resulta indispensable para intervenir de manera informada y efectiva en la esfera política, contribuyendo a la construcción de sociedades más equitativas y sostenibles.
En definitiva, el manejo adecuado del poder y el conflicto puede llevar al desarrollo justo y legítimo de las sociedades, promoviendo el respeto a los derechos humanos y la consolidación de instituciones democráticas sólidas; mientras que su abuso o mala administración puede conducir a la desigualdad, la opresión y la desestabilización social. Por ello, el estudio y la reflexión sobre estas dinámicas resultan imprescindibles para cualquier persona interesada en la política y la vida pública.
Conflicto de Intereses
Los autores declaran no tener conflicto de intereses.
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[3] Obra original publicada en 1956.
[4] Obra original publicada en 1651.
[5] Obra original publicada en 1930.
[6] Obra original publicada en 1919.