One Hundred Years after the Separation of Church and State in Chile: A Brief Historical-Legal Reflection
Cem Anos da Separação entre Igreja e Estado no Chile: Uma Breve Reflexão Histórico-Jurídica
José Luis Arroyo *[2]
Universidad Adventista de Chile, Chile*
Fecha de Recepción: 5-9-2025. Fecha de Aceptación: 23-10-2025
Autor de correspondencia: José Luis Arroyo, [email protected]
Cómo citar:
Arroyo, J. L. (2025). A cien años de la separación de la Iglesia- Estado en Chile: Una breve reflexión histórico jurídica. Revista Científica Cuadernos de Investigación, 3, e53, 1-15. https://doi.org/10.59758/rcci.2025.3.e53
Resumen
La separación entre la Iglesia y el Estado en Chile fue un acontecimiento jurídico, político y social de gran trascendencia en Chile. La Constitución Política de la República de Chile de 1925 puso fin al régimen confesional establecido por la Carta de 1833 y significó el tránsito hacia un modelo laico que no representó una ruptura inmediata, sino una reorganización de las relaciones entre lo religioso y lo político, sentando las bases de un orden institucional pluralista y democrático. El artículo analizó este proceso desde una perspectiva histórico-jurídica, considerando sus fundamentos, evolución y proyecciones, y sostiene que la transformación respondió a un desarrollo gradual marcado por tensiones como el derecho de patronato, la ´cuestión del sacristán` y los conflictos diplomáticos con el Vaticano, junto con el impulso de las leyes laicas de fines del siglo XIX. Pese a dichos avances, la influencia de la Iglesia Católica continuó siendo significativa en la sociedad chilena. A cien años de este hito, y, a modo de conclusión, puede afirmarse que el modelo de laicidad debía ser evaluado críticamente frente a los desafíos contemporáneos, entre los que destacaron la objeción de conciencia, las empresas de tendencia y la acomodación de creencias en el ámbito laboral.
Palabras clave: Estado, iglesia, diversidad cultural, libertad religiosa, democracia.
Abstract
The separation of church and state in Chile was a legal, political, and social event of great significance in Chile. The 1925 Constitution of the Republic of Chile put an end to the confessional regime established by the 1833 Charter and marked the transition to a secular model that did not represent an immediate break, but rather a reorganization of the relationship between religion and politics, laying the foundations for a pluralistic and democratic institutional order. The article analyzed this process from a historical-legal perspective, considering its foundations, evolution, and projections, and argues that the transformation was a gradual development marked by tensions such as the right of patronage, the “sacristan issue,” and diplomatic conflicts with the Vatican, along with the push for secular laws at the end of the 19th century. Despite these advances, the influence of the Catholic Church continued to be significant in Chilean society. One hundred years after this milestone, and by way of conclusion, it can be said that the model of secularism should be critically evaluated in the face of contemporary challenges, among which conscientious objection, religiously oriented businesses, and the accommodation of beliefs in the workplace stand out.
Keywords: state, church, cultural diversity, religious freedom, democracy.
Resumo
A separação entre a Igreja e o Estado no Chile foi um acontecimento jurídico, político e social de grande importância no país. A Constituição Política da República do Chile de 1925 pôs fim ao regime confessional estabelecido pela Carta de 1833 e significou a transição para um modelo laico que não representou uma ruptura imediata, mas uma reorganização das relações entre o religioso e o político, estabelecendo as bases de uma ordem institucional pluralista e democrática. O artigo analisou esse processo de uma perspectiva histórico-jurídica, considerando os seus fundamentos, evolução e projeções, e sustenta que a transformação respondeu a um desenvolvimento gradual marcado por tensões como o direito de patronato, a «questão do sacristão» e os conflitos diplomáticos com o Vaticano, juntamente com o impulso das leis laicas do final do século XIX. Apesar desses avanços, a influência da Igreja Católica continuou a ser significativa na sociedade chilena. Cem anos após este marco, e a título de conclusão, pode-se afirmar que o modelo de laicidade deveria ser avaliado criticamente face aos desafios contemporâneos, entre os quais se destacavam a objeção de consciência, as empresas de tendência e a acomodação de crenças no âmbito laboral.
Palavras Chave: Estado, igreja, diversidade cultural, liberdade religiosa, democracia.
Introducción
El estudio de las relaciones entre lo político y lo religioso en Chile ha sido un tema de constante interés para la historiografía y para el derecho constitucional. Como advierten Barry y De la Taille-Trétinville (2015), buena parte de la producción historiográfica eclesiástica nacional ha centrado su mirada en el vínculo entre la Iglesia y el Estado, relación que —de una u otra forma— ha condicionado la configuración institucional del país desde sus orígenes republicanos. En el campo jurídico, autores como Salinas (2016), Precht (2014) y Tagle (1997), han abordado con detenimiento el tránsito del Estado confesional al Estado laico, examinando el impacto que tuvieron en ese proceso las leyes laicas, el debate sobre el patronato y los conflictos diplomáticos con el Vaticano.
A estos estudios se suman perspectivas recientes como las de León (2021) y Vergara (2020), quienes proponen releer la laicidad chilena no como una forma de indiferencia frente al fenómeno religioso, sino como un principio de neutralidad activa que asegura la libertad de conciencia y la igualdad de credos en el espacio público. En una línea más sociológica, Vicente (2025) y Del Picó (2019), ponen en relieve la creciente pluralización religiosa del continente y de Chile, evidenciando la necesidad de reconsiderar el papel del Estado frente a las nuevas expresiones de fe y a los desafíos normativos que plantea la convivencia en una sociedad diversa.
Durante buena parte del siglo XIX, la organización política chilena estuvo marcada por un carácter confesional que otorgó a la Iglesia Católica una posición predominante en la vida pública. Con el paso del tiempo, sin embargo, las tensiones derivadas de este modelo —manifestadas en conflictos jurídicos, diplomáticos y en las denominadas ´leyes laicas`— hicieron visible la necesidad de redefinir el rol del Estado frente a la diversidad de creencias. Ese trasfondo preparó el terreno para la reforma constitucional de 1925, que modificó sustancialmente el esquema institucional vigente y dio paso a un modelo de neutralidad religiosa.
La separación entre la Iglesia y el Estado que consagró la Constitución de 1925 marcó, sin duda, un hito en la historia constitucional chilena: supuso la afirmación de la autonomía estatal frente a toda confesión religiosa y reconoció la libertad de conciencia como principio fundante del orden republicano. No obstante, la efectividad práctica de este modelo de laicidad ha sido materia de debate. Mientras algunos autores destacan sus avances hacia la neutralidad y el pluralismo (Precht, 2006; León, 2021), otros advierten que la persistencia de símbolos y tradiciones culturales vinculadas al catolicismo ha limitado su plena realización (Del Picó, 2019; Nogueira, 2006).
Desde
esta perspectiva, surge la pregunta que orienta el presente trabajo: ¿en qué medida la
separación entre la Iglesia y el Estado en Chile, instaurada por la
Constitución de 1925, logró configurar un modelo de laicidad efectivo y capaz
de responder a los desafíos institucionales, normativos y sociales del siglo
XXI?
A partir de esta interrogante, el artículo analiza el proceso de
secularización y la evolución del modelo jurídico de laicidad en Chile,
examinando sus fundamentos históricos, su expresión normativa y los desafíos
contemporáneos que enfrenta en un contexto marcado por el pluralismo y la
diversidad religiosa.
Desarrollo
El proceso de separación entre la Iglesia y el Estado en Chile no puede comprenderse sin considerar el entramado histórico, político y social que lo precedió. Antes de abordar los hitos normativos que marcaron esta evolución, conviene contextualizar brevemente el escenario en que se gestaron las tensiones entre ambas esferas, las cuales fueron moldeando progresivamente el tránsito hacia la laicidad.
Antecedentes históricos y contexto político
Durante gran parte del siglo XIX, la República de Chile se definió como un Estado confesional. La Constitución de 1833 —vigente por más de noventa años— consagraba explícitamente la religión católica como la oficial del Estado (art. 5º), estableciendo lo siguiente “La religión de la República de Chile es la Católica, Apostólica, Romana con exclusión del ejercicio público de cualquier otra”. Aunque permitía el ejercicio privado de otras creencias, la Iglesia Católica gozaba de un estatus privilegiado, incluyendo injerencia en asuntos civiles como el matrimonio, la educación y el registro de nacimientos, defunciones e incluso influyendo en el desarrollo de las políticas públicas (Salinas, 2012). Este marco consolidaba un sistema de privilegios eclesiásticos en clara tensión con las incipientes demandas de pluralismo y libertad de conciencia.
El proceso de secularización en Chile, sin embargo, comenzó a adquirir fuerza hacia mediados del siglo XIX producto de distintas tensiones relativas al derecho de patronato- que facultaba al Estado a intervenir en nombramientos eclesiásticos-, la denominada ´cuestión del sacristán`, y la ley interpretativa del artículo 5º de la Constitución de 1833. A todo lo anterior, se suman las tensas relaciones entre Chile y el Vaticano, producto de la expulsión del país del delegado apostólico Celestino Del Frate, a inicios de 1883. La promulgación de las leyes laicas entre 1883 y 1884, bajo el gobierno del presidente Domingo Santa María, vino todavía a acrecentar esta situación. Se dictaron tres leyes clave que consolidaron el carácter laico del Estado chileno.
En 1883 se promulgó la Ley de Cementerios, la cual ordenó eliminar las divisiones físicas entre católicos y disidentes en los camposantos, autorizó formalmente la existencia de cementerios privados y prohibió los entierros dentro de templos religiosos. Posteriormente, se estableció la Ley de Registro Civil, transfiriendo al Estado la responsabilidad de inscribir nacimientos, matrimonios, defunciones y otros actos civiles que hasta entonces eran administrados por la Iglesia. Finalmente, se dictó la Ley de Matrimonio Civil, que vino a reforzar la institucionalidad del registro civil y a consolidar la competencia estatal en materias matrimoniales. En este contexto, Salinas (2016) destaca que la mencionada ley de matrimonio civil vino a poner fin al reconocimiento del matrimonio canónico, cerrando así una etapa en la que el derecho civil y el religioso se encontraban estrechamente vinculados. No obstante, estas reformas, la influencia de la Iglesia continuó siendo determinante hasta bien entrado el siglo XX.
La crisis política derivada de la cuestión del poder civil y el agotamiento del régimen parlamentario dieron paso a la necesidad de una nueva Carta Fundamental.
Bajo el liderazgo del presidente Arturo Alessandri Palma y la presión de una ciudadanía movilizada por mayor equidad social y modernización institucional, se redactó la Constitución de 1925, que consagraría formalmente la separación de Iglesia y Estado. Según señalan Soto y Couyoumdjian (2022), el contexto político del gobierno de Arturo Alessandri Palma estuvo marcado por una profunda inestabilidad institucional. Elegido presidente en 1920, Alessandri renunció en septiembre de 1924, pero retomó el mando en marzo de 1925. Poco después de reasumir la presidencia, conformó una Comisión Consultiva encargada de elaborar el proyecto de una nueva Constitución.
La separación en la Constitución de 1925
El tránsito hacia la separación formal no fue abrupto ni unilateral, sino fruto de negociaciones políticas y diplomáticas. Para proceder a la separación entre la Iglesia (católica) y Estado, se mantuvieron conversaciones previas con el Vaticano.
Con ocasión de las conversaciones sostenidas por el presidente de la República de entonces, Arturo Alessandri Palma, con el secretario de Estado de Pío XI, el cardenal Pedro Gasparri, para proceder a la amigable separación de 1925, se habló de la posibilidad de un concordato entre Chile y la Santa Sede (Salinas, 2012, p. 665).
Estas tratativas reflejan que, más que una ruptura, la Constitución de 1925 buscó establecer una separación ´amigable` que permitiera mantener relaciones diplomáticas con el Vaticano. De hecho, el nuevo texto constitucional en su artículo 1 transitorio indicaba que se establecieron indemnizaciones que debía pagar el Estado al arzobispado de Santiago (Jiménez y Jiménez, 2021).
Por otro lado, cabe resaltar que la historiografía nacional ha pasado prácticamente por alto el proyecto de 1884, y en el cual se presentaba, cuarenta años antes, la idea de separación de la Iglesia con el Estado. No obstante, Precht (2014) sostiene que este proyecto, si bien admite la libertad de cultos, no separa a la Iglesia del Estado, pues se conserva en manos del Estado las facultades del patronato y se conserva la obligación del Estado de contribuir al financiamiento del culto católico. Lo anterior explica por qué, pese a su carácter innovador, no constituyó una verdadera fórmula de laicidad en sentido estricto.
El nuevo texto constitucional del año 25 representó un cambio decisivo. En el debate es importante advertir que, si bien esta nueva constitución no estableció expresamente una fórmula de ´separación entre Iglesia y Estado`, ello no significa que dicha separación no se haya producido ni que carezca de vigencia. Como señala Tagle (1997), el nuevo texto constitucional omitió toda referencia a una ´religión oficial` o ´de la República`, lo que representó un giro decisivo respecto del artículo 5º de la Constitución de 1833, que consagraba expresamente el carácter confesional del Estado. Esta omisión no fue meramente retórica: implicó una redefinición del vínculo entre lo público y lo religioso, abriendo paso a un orden institucional en el que la libertad de cultos y la neutralidad estatal se convirtieron en principios rectores de nuestro ordenamiento jurídico. De esta forma, la nueva carta fundamental estableció en su artículo 10º número 2º lo siguiente:
La Constitución asegura a todos los habitantes de la República:
La manifestación de todas las creencias, la libertad de conciencia y el ejercicio libre de todos los cultos que no se opongan a la moral, a las buenas costumbres o al orden público, pudiendo, por tanto, las respectivas confesiones religiosas erigir y conservar templos y sus dependencias con las condiciones de seguridad e higiene fijadas por las leyes y ordenanzas. Las iglesias, las confesiones e instituciones religiosas de cualquier culto, tendrán los derechos que otorgan y reconocen, con respecto a los bienes, las leyes actualmente en vigor; pero quedarán sometidas, dentro de las garantías de esta Constitución, al derecho común para el ejercicio del dominio de sus bienes futuros. Los templos y sus dependencias, destinados al servicio de un culto, estarán exentos de contribuciones (Constitución Política de la República de Chile. Diario Oficial de la República de Chile, 18 de septiembre de 1925, art. 10, n° 2).
Dicho artículo consagró la libertad de conciencia y de cultos, garantizando la igualdad de las confesiones religiosas en el ejercicio de sus derechos, aunque con la salvedad de que su práctica no atentara contra la moral, las buenas costumbres o el orden público.
Nótese que la nueva Constitución eliminó toda referencia a una religión oficial, lo que significó avanzar de un Estado confesional a uno laico, es decir, un Estado sin confesión religiosa. No obstante, como indica Salinas (2012), el gobierno de la época tuvo en cuenta la realidad religiosa del país al tomar sus directrices programáticas, situación que la doctrina ha denominado ´laicidad realista`, pues, si bien se eliminó el carácter confesional del Estado, se mantuvieron mecanismos de colaboración con la Iglesia Católica, especialmente en educación y asistencia espiritual. La separación entre la Iglesia y el Estado en Chile implicó, en términos jurídicos y prácticos, la supresión de la subvención directa que el erario nacional destinaba al clero, por lo cual, en el nuevo texto Constitucional, en su artículo primero transitorio, se establecieron indemnizaciones que debía pagar el Estado al Arzobispado de Santiago (Jimenez y Jimenez, 2021). Este cambio representó un quiebre con el sistema tradicional de privilegios y financiamiento, pero no significó una ruptura total con la esfera religiosa. Por el contrario, se mantuvieron relaciones diplomáticas con el Vaticano, lo que permitió conservar canales de comunicación institucionales y un marco de cooperación en diversos ámbitos de interés común.
El nuevo escenario político-jurídico se tradujo en un equilibrio particular: el Estado adoptó una posición de neutralidad frente a las confesiones religiosas, sin transformarse en un ente antirreligioso (Precht, 2014). Esta neutralidad, lejos de implicar hostilidad, coexistió con el reconocimiento del peso histórico, cultural y social que el catolicismo había tenido en la construcción de la identidad nacional chilena. En efecto, los análisis de Barry y De La Taille-Trétinville (2015) evidencian que la presencia de la iglesia católica ha sido significativa tanto durante la época colonial como en el proceso de independencia y en la consolidación republicana, manifestándose en distintos ámbitos de la sociedad chilena. De este modo, se inauguró una etapa en la cual la laicidad del Estado no se entendía como negación de la religión, sino como una garantía de igualdad para todas las creencias.
En este marco, el Estado chileno aseguró la libertad religiosa como un principio rector, al mismo tiempo que reconocía la autonomía interna de las distintas confesiones en cuanto a su organización y funcionamiento. Esta garantía se complementó con espacios de colaboración en áreas sensibles y de interés público, tales como la educación y la asistencia espiritual, donde la presencia de las iglesias, en particular la católica, continuó desempeñando un rol relevante.
De este modo, la separación no supuso un aislamiento radical entre lo civil y lo religioso, sino una redefinición de los términos de su relación. Se trató de un tránsito hacia un modelo de Estado laico que, preservando la independencia de las instituciones políticas, no desconocía el valor social y cultural de lo religioso, sino que lo enmarcaba en un contexto de respeto mutuo y de reconocimiento de la diversidad de creencias. Sobre esta última idea, Salinas (2016), destaca que el Estado se hace eco de lo religioso en sus leyes y en su actuar, no en cuanto es religioso, sino en cuanto es una dimensión social presente en la sociedad
Luego de cien años, se puede apreciar que, la separación Iglesia-Estado ha permitido en Chile el desarrollo de un orden jurídico basado en principios de neutralidad y pluralismo religioso. Sin embargo, este modelo no ha sido estático. El reconocimiento constitucional de la libertad de culto (hoy en el art. 19 N° 6 de la Constitución de 1980) se ha complementado con una legislación especial, como la Ley N° 19.638 sobre Organizaciones Religiosas (1999), que regula su personalidad jurídica y relación con el Estado. Lejos de ser estático, este modelo ha evolucionado hacia una laicidad pluralista, abierta a nuevas formas de diversidad religiosa, pero no exenta de tensiones ni de desafíos pendientes.
Salinas (2006) enfatiza que la libertad de conciencia y de religión constituye una manifestación esencial de la dignidad humana, aplicable a creyentes, agnósticos y ateos por igual, y que los poderes públicos tienen la obligación de garantizar esa libertad sin discriminación ni privilegios. Como advierte Nogueira (2006), la dimensión objetiva del derecho a la libertad religiosa delimita los márgenes de la neutralidad estatal, imponiendo al Estado el deber de respetar la diversidad de creencias presentes en la sociedad y de remover los obstáculos que dificulten su libre ejercicio. En sus palabras,“a nadie se le puede imponer una creencia o una negación de creencias, ellas surgen de la libertad de cada ser humano” (p. 21).
El concepto de Estado laico ha suscitado históricamente una diversidad de interpretaciones, lo que explica que no exista un consenso pleno en torno a su definición. En efecto, suele confundirse con nociones como secularización, neutralidad o incluso laicismo, lo que genera un uso impreciso de la categoría en el debate jurídico y político contemporáneo (Del Picó, 2019). Esta polisemia exige una delimitación conceptual más clara, especialmente en contextos donde la pluralidad religiosa se intensifica y los Estados deben adoptar marcos normativos coherentes para gestionarla.
Conviene precisar que un Estado laico no puede entenderse como un ente desinteresado frente al fenómeno religioso ni como un aparato que relegue lo religioso exclusivamente al ámbito privado, despojándolo de toda visibilidad social. Una comprensión de este tipo no solo resultaría reductiva, sino que además desconocería la dimensión identitaria que las creencias poseen para amplios sectores de la población. Por el contrario, la laicidad debe comprenderse como el deber del Estado de garantizar neutralidad en materia de creencias, promoviendo condiciones de igualdad que permitan una convivencia respetuosa entre las distintas confesiones y visiones de vida (Del Picó, 2019). Ello implica excluir cualquier forma de proselitismo o de trato preferencial hacia determinada religión, al tiempo que reconoce la relevancia del fenómeno religioso en la esfera pública. Vergara (2020) sostiene que el pluralismo religioso, reconocido constitucionalmente, exige una laicidad inclusiva y abierta, que combine la neutralidad estatal con la garantía del libre ejercicio de todas las confesiones. La autora subraya que el Estado debe actuar como garante del pluralismo, evitando tanto la indiferencia frente a lo religioso como la adopción de una posición confesional.
Una distinción necesaria para evitar confusiones es la existente entre laicismo y laicidad. El primero ha sido caracterizado como una corriente que oscila entre dos polos: en su versión moderada, propone un Estado indiferente frente a lo religioso, que busca impedir la ´contaminación` de los ámbitos sociales por parte de las confesiones; en su versión extrema, deriva en una actitud militante contra la presencia de lo religioso en el espacio público, promoviendo su confinamiento absoluto a la esfera privada (Del Picó, 2019). De este modo, el laicismo radical supone una separación rígida y conflictiva entre lo estatal y lo religioso, con un claro énfasis en la exclusión.
La laicidad, en cambio, se ha entendido como un concepto más inclusivo, que reconoce la legitimidad de la participación de los agentes religiosos en el espacio público, siempre que ello ocurra bajo condiciones de igualdad y sin privilegios estatales hacia una confesión en particular. Su objetivo es organizar la diversidad, regulando únicamente aquellos aspectos indispensables para que las religiones se desarrollen en libertad, en armonía con los principios de orden público y derechos fundamentales (Vergara, 2020).
En el caso chileno, la doctrina ha coincidido en calificar el modelo vigente como uno de ´laicidad abierta`, que combina neutralidad estatal con espacios de colaboración institucional, en un marco que pretende asegurar tanto la libertad de conciencia como el pluralismo religioso (Del Picó, 2019). Este enfoque permite comprender al Estado no como un adversario de lo religioso, sino como un garante de condiciones equitativas para la coexistencia de diversas confesiones y cosmovisiones. Precht (2014) sostiene que el Estado laico no debe transformarse en una “anti-religión”, ni hacer de su laicidad un dogma secularizador. Advierte que el laicismo radical —al pretender excluir la religión del ámbito público— incurre en una negación del pluralismo democrático. En cambio, la laicidad auténtica implica una actitud estatal de cooperación y respeto con las confesiones, sin confundir neutralidad con indiferencia. De este modo, la laicidad chilena se distancia de posturas laicistas excluyentes y se orienta hacia un paradigma democrático que reconoce el valor positivo de la diversidad en la construcción de la vida pública.
Algunos impactos y desafíos en el ordenamiento jurídico
Toda sociedad que se identifica como democrática debe respetar y proteger el derecho de sus integrantes a poder elegir libremente el profesar o no un determinado credo o religión, así como su ejercicio —ya sea en el ámbito público o privado—, y el derecho a cambiar de religión, entre otros. En este sentido conviene recordar la sentencia de la Corte interamericana de Derechos Humanos, en el año 2001, en el Caso Olmedo Bustos y otros vs. Chile, la cual concluyó que la libertad religiosa permite que las personas conserven, cambien, profesen y divulguen su religión o sus creencias. Este derecho es uno de los cimientos de la sociedad democrática. En base a lo expresado, la separación entre las esferas política y religiosa constituye un pilar esencial de las democracias contemporáneas, pues garantiza la igualdad de trato entre todas las creencias y protege la libertad de conciencia frente a injerencias estatales o confesionales. Tal como lo expresa Nogueira (2006), la libertad religiosa y la ausencia de confesionalidad garantizan el pluralismo propio del Estado democrático constitucional, que impone al Estado una neutralidad, que considere el principio de igualdad y no discriminación, sin olvidar las reglas de cooperación, sin poner obstáculos para la expresión de las diversas confesiones religiosas, y sin que existan trabas a su desarrollo. Esta comprensión de la neutralidad estatal permite visualizar la laicidad no como un rechazo al hecho religioso, sino como una garantía institucional destinada a asegurar condiciones de convivencia en sociedades cultural y religiosamente diversas.
La separación entre Iglesia y Estado se configura como una disposición estructural del ordenamiento jurídico que, más que limitarse a la organización institucional, opera como condición necesaria para la efectividad de los derechos fundamentales, particularmente en lo relativo a la libertad religiosa y la igualdad jurídica. Al mantener esta separación, el Estado evita tomar partido por alguna religión, lo que previene que los poderes públicos otorguen privilegios, se sometan a credos religiosos o intenten imponer una doctrina sobre la población.
En esta línea, resulta pertinente recordar que, como advierte Nogueira (2006), la dimensión objetiva del derecho a la libertad religiosa delimita los márgenes de actuación del Estado, imponiéndole un deber de neutralidad activa. Esto significa que el Estado, además de respetar la diversidad de creencias existentes en la sociedad, tiene la obligación de eliminar los obstáculos que dificulten su libre ejercicio, asegurando un entorno institucional donde todas las confesiones —y también quienes carecen de fe religiosa— puedan coexistir en condiciones de igualdad.
Esta separación, según explica Nogueira (2006), protege la libertad de conciencia de los individuos al impedir que el Estado adopte o imponga una cosmovisión religiosa oficial. Por otro lado, permite asegurar que cada persona pueda formar, mantener, cambiar o abandonar sus creencias religiosas sin coacción estatal. Como afirma Bobbio (1991), el reconocimiento de la libertad de conciencia constituye uno de los pilares del constitucionalismo moderno, dado que protege el espacio más íntimo y personal del ser humano frente al poder político.
La autonomía del Estado respecto de toda confesión religiosa contribuye a que sus instituciones sean percibidas como imparciales, inclusivas y representativas del conjunto de la ciudadanía. Se cree que esta percepción de neutralidad refuerza la legitimidad del orden democrático. Como advierte Berger (2005), la modernidad no ha traído consigo la desaparición de la religión, sino su pluralización. En este nuevo escenario, el pluralismo religioso y la neutralidad del Estado se vuelven factores esenciales para fortalecer la convivencia democrática y evitar proyectos totalitarios de carácter religioso o ideológico.
Un ingrediente digno de ser destacado es que en sociedades cada vez más diversas en lo cultural, étnico, ideológico y religioso, la neutralidad estatal es un pilar para una convivencia pacífica y respetuosa (Vergara, 2020).
Este principio no implica una postura de desinterés o rechazo hacia la religión; por el contrario, representa un compromiso del Estado con la igualdad de todas las creencias. La separación de la política y la religión —característica de los Estados laicos— no margina a las religiones del ámbito público, sino que evita que el gobierno favorezca una fe en particular, lo que podría limitar la participación de quienes no la comparten. En este sentido, la neutralidad estatal garantiza el pluralismo y la igualdad de trato hacia todas las creencias, asegurando que la religión no sea ni impuesta ni excluida del debate público (León, 2021). El pluralismo, entonces, va más allá de ser una simple característica sociológica. Es un valor político-jurídico que exige la creación de instituciones adecuadas para proteger la diversidad. En este mismo sentido, lo expresa Berger (2005), el pluralismo global es positivo para la religión y para la democracia.
Una radiografía nacional indica que la sociedad chilena contemporánea se caracteriza por su diversidad cultural y religiosa, sin perjuicio de que, como informa el último censo válido, la fe católica tiene un carácter mayoritario en las preferencias de la población chilena (Vergara, 2020). La pluralidad religiosa en Chile refleja un proceso histórico y sociocultural en el que la hegemonía del catolicismo, heredada de la época colonial y consolidada durante gran parte de la historia republicana, ha ido coexistiendo con una creciente diversidad de credos.
Es posible observar que, las estadísticas de los resultados preliminares del Censo 2024 del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), muestran una radiografía de la transformación religiosa en Chile durante las últimas décadas. Del total de personas de 15 años o más, el 74,2% declaró profesar alguna religión o credo, lo que equivale a 11.214.961 personas, predominando en este grupo las mujeres (54,5%) sobre los hombres (45,5%), con una edad promedio de 46,7 años, superior a la de quienes se declaran sin religión (38,8 años). A nivel territorial, las regiones del Maule (81,7%), Ñuble (80,1%) y O`Higgins (79,4%) concentran los mayores porcentajes de adscripción religiosa, lo que confirma la persistencia de fuertes identidades tradicionales en sectores rurales y semiurbanos. En cuanto a la distribución confesional, el catolicismo continúa siendo la principal religión, aunque su proporción ha disminuido de forma sostenida: del 76,9% en 1992 al 70% en 2002, y al 54% en 2024 (INE, 2024) En contraste, el cristianismo evangélico o protestante ha mantenido una tendencia al alza, pasando de un 13,2% en 1992 al 16,3% en 2024. Particularmente significativo es el aumento de las personas que declaran no tener religión ni credo, que alcanzan el 25,8% de la población mayor de 15 años, cifra que contrasta fuertemente con el 8,3% registrado en 2002. Estos datos evidencian un proceso de diversificación religiosa y de secularización creciente, lo que plantea importantes desafíos para el modelo chileno de laicidad y la construcción de políticas públicas inclusivas en un contexto cultural cada vez más plural.
Si bien el catolicismo mantiene una posición mayoritaria, especialmente en términos de identificación cultural, el mapa religioso del país se ha ampliado significativamente en las últimas décadas. Este fenómeno se debe, en parte, a factores como la globalización, el avance de las migraciones, el contacto intercultural y el ejercicio más pleno de la libertad religiosa tras la separación entre Iglesia y Estado en 1925. Sobre este punto en particular, conviene tener presente lo que señala León (2021), al sostener que este fenómeno se debe, en parte, a factores como la globalización, las migraciones y el contacto intercultural, que han propiciado el surgimiento de nuevos movimientos religiosos y una tendencia mundial hacia la pluralidad en este ámbito. En este nuevo contexto, han surgido y se han consolidado comunidades protestantes históricas (como luteranos y reformados), movimientos de avivamiento metodista-pentecostal, asambleas de Dios y otras iglesias cristianas autónomas que han logrado un fuerte enraizamiento en sectores urbanos y rurales (Vergara, 2020).
Del mismo modo, el panorama incluye expresiones religiosas no cristianas, por ejemplo, de origen oriental o vinculadas a filosofías espirituales contemporáneas, así como las creencias tradicionales de los pueblos originarios, que han recuperado visibilidad y reconocimiento jurídico. Según sostiene (León) 2021, las normas dirigidas a los pueblos originarios han contribuido al reconocimiento jurídico y a una mayor presencia pública de sus prácticas y expresiones religiosas tradicionales. Esta diversidad no solo enriquece el tejido cultural del país, sino que plantea retos para la gestión de un espacio público verdaderamente inclusivo, donde todas las convicciones puedan coexistir sin que una religión goce de privilegios sobre las demás.
Adicionalmente, la neutralidad estatal fomenta la coexistencia pacífica entre religiones, al no haber favoritismos institucionales que promuevan rivalidades. Sin una religión oficial, se reducen las motivaciones para competir por el reconocimiento del Estado, lo que propicia una relación más equitativa entre los diferentes credos. Esto es crucial en contextos donde la identidad religiosa está muy arraigada y podría ser utilizada con fines políticos, lo que podría derivar en conflictos. Según Vicente (2025), desde la década de 1980, los movimientos evangélicos en América Latina han comenzado a articularse políticamente de forma creciente, configurándose como actores que trascienden lo estrictamente religioso para participar activamente en el ámbito público y electoral.
Desde el punto de vista de la igualdad ante la Ley, la neutralidad religiosa del Estado asegura que todas las personas reciban un trato igualitario ante la ley. Ningún individuo puede ser discriminado por sus creencias religiosas. La igualdad legal en este ámbito va más allá de evitar la discriminación; también exige que el Estado no favorezca a ninguna religión, ni de forma explícita ni implícita (Navarro-Valls y Martínez-Torrón, 2001). Esta imparcialidad del gobierno crea un ambiente donde los ciudadanos pueden ejercer sus derechos sin que sus creencias religiosas interfieran.
Respecto a los desafíos contemporáneos, puede considerarse que, aunque la libertad religiosa goza de reconocimiento como derecho fundamental en el ordenamiento jurídico chileno, su ejercicio efectivo continúa generando tensiones relevantes que exigen una respuesta normativa y jurisprudencial más clara. En los últimos años, diversos casos han puesto en evidencia que la protección de esta libertad no puede considerarse de manera aislada, sino en constante diálogo con otros principios constitucionales. De acuerdo con León (2021), la jurisprudencia existente, tanto en el ámbito latinoamericano como europeo, se ha concentrado principalmente en ciertos temas específicos vinculados a la libertad religiosa, entre ellos el proselitismo y la objeción de conciencia de los Testigos de Jehová, la exhibición de crucifijos en escuelas públicas, los juramentos con contenido religioso y, más recientemente, el uso del velo islámico (hijab) por mujeres musulmanas.
En palabras Vergara (2020), un primer ámbito de tensión se manifiesta cuando la libertad religiosa entra en colisión con otros derechos fundamentales, tales como la igualdad ante la ley, el acceso a prestaciones sociales o el derecho a la salud.
Estos conflictos han resultado especialmente visibles en el debate sobre la objeción de conciencia institucional, donde entidades confesionales que participan en la provisión de servicios públicos —particularmente en los ámbitos de la educación y la salud— han invocado su ideario para eximirse del cumplimiento de determinadas obligaciones legales. El Tribunal Constitucional ha reconocido la posibilidad de invocar esta objeción no solo a nivel individual, sino también institucional, amparándose en el artículo 19 N.º 6 de la Constitución. Esta interpretación plantea el desafío de compatibilizar dicha prerrogativa con el deber estatal de garantizar el acceso igualitario a prestaciones esenciales, especialmente en contextos donde la negativa puede afectar a personas en situación de vulnerabilidad o con necesidades urgentes.
En el ámbito laboral, Vergara (2020) advierte que las dificultades que enfrentan ciertos trabajadores para practicar su fe —como la imposibilidad de asistir a ritos religiosos por cambios unilaterales de turno— evidencian una carencia normativa respecto de la acomodación razonable de las convicciones religiosas en el lugar de trabajo.
La inexistencia de protocolos claros, tanto en el sector público como en el privado, favorece la aparición de prácticas que pueden constituir discriminación indirecta, al no prever ajustes que permitan conciliar las obligaciones laborales con las creencias personales. Esta situación, además, deja sin mecanismos efectivos de resolución a quienes ven afectados sus derechos.
Particular relevancia tienen las denominadas empresas de tendencia, entendidas como aquellas organizaciones cuya identidad y funcionamiento se estructuran en torno a un ideario religioso o moral determinado (Vergara, 2020). En estos entornos, es frecuente que se exija a los trabajadores conductas coherentes con los principios institucionales. Sin embargo, Vergara (2020) enfatiza la necesidad de examinar en qué medida tales exigencias pueden interferir con derechos fundamentales, como la libertad de conciencia o la no discriminación, y si se ajustan a criterios de razonabilidad, necesidad y proporcionalidad, considerando tanto la autonomía de la organización como la protección de los derechos individuales de sus empleados.
Finalmente, Vergara (2020) advierte que Chile carece de una regulación general y sistemática de la objeción de conciencia, más allá de referencias puntuales en ciertas leyes específicas, como la Ley N.º 21.030 sobre interrupción voluntaria del embarazo. Esta ausencia normativa genera un marco de incertidumbre jurídica que afecta tanto a quienes invocan la objeción como a las autoridades encargadas de evaluarla. De allí la importancia de avanzar hacia un marco regulatorio integral, que defina con claridad sus requisitos, límites y procedimientos, permitiendo así armonizar el ejercicio de la libertad religiosa con otros bienes jurídicos igualmente protegidos en un Estado de Derecho pluralista.
Conclusiones
La separación entre la Iglesia y el Estado, consagrada en la Constitución Política de la República de Chile, de 1925, constituyó una decisión política y jurídica de gran alcance, orientada a instaurar un modelo de convivencia democrático y pluralista. No fue el producto de una mera coyuntura, sino el resultado de un proceso de secularización que, iniciado en el siglo XIX con las tensiones por el derecho de patronato y las leyes laicas, encontró en la reforma constitucional el marco normativo para redefinir las relaciones entre lo religioso y lo estatal.
Lejos de implicar una ruptura abrupta, la reforma de 1925 supuso una reorganización de competencias y un cambio en el estatus jurídico de las confesiones religiosas, eliminando la religión oficial y asegurando la libertad de conciencia y culto. Este rediseño institucional sentó las bases para un orden jurídico más inclusivo y moderno, donde la neutralidad estatal se configuró como principio rector.
A cien años de este hito, el desafío principal radica en consolidar un Estado auténticamente laico, capaz de garantizar la libertad religiosa en un marco de respeto a todas las creencias y de compromiso real con los derechos fundamentales.
La experiencia chilena muestra que la neutralidad no implica indiferencia frente a lo religioso, sino la obligación de asegurar la igualdad de trato y la convivencia respetuosa entre diversas confesiones. Ello exige del Estado una actitud activa, que vaya más allá de la mera tolerancia y que se traduzca en la implementación de políticas públicas inclusivas, capaces de armonizar la libertad de creencias con otros derechos igualmente relevantes en una democracia constitucional.
En la actualidad, persisten tensiones que exigen respuestas normativas y jurisprudenciales más claras: la regulación de la objeción de conciencia, la participación de confesiones en la provisión de servicios públicos, las exigencias propias de las llamadas ´empresas de tendencia` y la necesidad de protocolos de acomodación razonable en el ámbito laboral. Estos desafíos no se resuelven únicamente mediante proclamaciones formales, sino mediante una institucionalidad sólida que, con criterios de razonabilidad y proporcionalidad, sea capaz de articular el principio de libertad religiosa con la igualdad y la no discriminación. De este modo, se fortalece no solo el pluralismo, sino también la cohesión social en el Chile del siglo XXI.
En esta línea, resulta evidente que el centenario de la Constitución Política de la República de Chile, de 1925, no puede ser comprendido solo como una conmemoración histórica, sino también como una oportunidad para repensar los alcances del principio de laicidad en el contexto contemporáneo. La creciente diversidad religiosa del país —reflejada en el avance de comunidades evangélicas, en la presencia de credos no cristianos y en la revitalización de las espiritualidades indígenas— plantea nuevos retos al marco institucional. La neutralidad estatal, en este escenario, debe ser entendida no como pasividad, sino como un compromiso positivo de garantizar que todos los grupos religiosos y no religiosos gocen de iguales condiciones de reconocimiento y ejercicio de derechos.
Finalmente, resulta relevante mencionar que este tema ofrece un campo de análisis mucho más amplio y profundo que excede con creces la intención de estas breves líneas. No obstante, resulta pertinente detenerse a reflexionar sobre este hito —entendiendo a la libertad religiosa como una verdadera conquista del ordenamiento jurídico chileno—, considerada como un derecho inherente a toda persona y núcleo esencial de un Estado democrático. Cualquier sociedad que aspire genuinamente a considerarse como tal, debe, necesariamente, garantizar su pleno respeto, protegiendo la diversidad de convicciones que la componen y favoreciendo así la realización personal y la satisfacción espiritual de sus integrantes, en un marco de igualdad y no discriminación. Esta reflexión supone que, mediante la consolidación de un Estado laico, pluralista y respetuoso de todas las cosmovisiones, será posible avanzar hacia una democracia más robusta y acorde con las exigencias de una sociedad culturalmente diversa y en permanente transformación.
Conflicto de Intereses
El autor declara no tener conflicto de interés.
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